terça-feira, setembro 25, 2012

Opinião: "La independencia no existe"

"Quiero dedicar este artículo a mis amigos independentistas.
La política. Lamento traer desde Europa esta noticia: la independencia es imposible. No porque alguien la impida. Sino porque la independencia ya no existe en la Europa real, la UE. Como no existe el Estado-nación. Ni la soberanía nacional. Aún pesan. Pero son solo residuo histórico, apariencia en estado terminal, ensoñación. El sociólogo Daniel Bell estableció ya en 1987 que el Estado era “demasiado pequeño para atender a los grandes problemas del mundo actual y demasiado grande para encarar los pequeños problemas cotidianos del ciudadano”. Desde entonces, el declive del Estado cabalga a la velocidad de la luz. Sobre todo en Europa, empujado por las pinzas trabadas entre la federalización comunitaria y la globalización; entre la transferencia de soberanía hacia arriba y el traspaso de competencias hacia abajo.
El vaciado del Estado-nación ha sido aquí tan drástico que lo ha desnaturalizado enteramente. No conserva intacta ninguna de sus grandes funciones específicas. Ni acuñar moneda (pasó al BCE), ni guardar fronteras y aduanas (suprimidas las internas del continente por Schengen; compartidas las exteriores), ni la de una verdadera política exterior (las diplomacias han iniciado su fusión lenta en el SEAE), ni la de hacer individualmente la guerra (salvo caricaturas como la de Perejil). En estos años de crisis, el despojo de las competencias remanentes es de vértigo. Sobre todo en la economía, que es precisamente la motivación subyacente al independentismo catalán de nuevo cuño, posidentitario. Todos los instrumentos clásicos de política económica están transferidos o se están transfiriendo a la UE: 1) El monetario y financiero, o manejo del tipo de interés y la cantidad de dinero en circulación, la supervisión bancaria. 2) El cambiario, o manejo del tipo de cambio. 3) El fiscal, o presupuesto e impuestos. 4) El comercio exterior, la tarifa exterior común, las decisiones comunes en la OMC. 5) Incluso el mercado laboral, la Seguridad Social y las políticas de empleo y sociales (de la edad de jubilación a las pensiones) se van equiparando a rebufo de la crisis. Los polemistas ágiles endosan estos argumentos, pero arguyen que ya les bastaría para sí con la sombra, residuo, símbolo o apariencia de poder de los Estados, aún notable. Reclaman Estado, aunque esté desnudo. Se entiende en el corto plazo, pero no parece lúcido apostar a largo plazo por una construcción histórica en decadencia, llegar cuando todos se van, incluso aunque ignoren que se van. Ni es hábil agotarse en melancolías, cuando la nueva fisonomía de la Unión requiere de una rebeldía, esta sí, con causa de futuro: un potente combate por una unión política que ejerza el control democrático sobre los nuevos poderes, europeos. Si el poder está en Europa, controlemos Europa, no sus sucedáneos. La historia. Si el beneficio de la independencia sería, pues, más bien marginal, ¿vale la pena pagar el alto coste que conllevaría? La historia arroja pistas sobre esa relación coste-beneficio. Cataluña es imaginable como entidad diferenciada, objeto identificable, independiente, porque lo ha sido. Como Principado confederado en la época medieval; como país asociado a la monarquía francesa de Luis XIII entre 1640 y 1652; como un conjunto de “estructuras de Estado” específicas, salvo la Corona, hasta 1714; como región autónoma en los años treinta; como nacionalidad desde 1978. Pero España sin Cataluña no es pensable, rechina al imaginario colectivo. Con razón. No sería, porque al cabo España es una realidad integradora de muchos factores, pero muy destacadamente el producto de la fusión de sus matrices castellana y catalana.
¿Qué implica esto? Que viviría una secesión con desgarro ontológico: el de pasar de ser a no ser. Recordemos el trauma de la pérdida de las últimas colonias, Cuba y Filipinas; aún restalla en la conciencia colectiva el 98. Esos choques generan conflicto. La hipótesis de una separación blanda se trufa de adjetivos amables: “pacífica”; “negociada”; “ecuánime”; sin “cambios radicales” en el marco legal; en un “entorno de normalidad”, la sueñan Modest Guinjoan y Xavier Cuadras (SenseEspanya, Pòrtic, Barcelona, 2011) para minimizar su coste. A la luz de la historia ese escenario idílico parece improbable. Más bien el recelo sería grande y la resistencia quizá numantina; comprobaremos los indicios en la campaña de Navidad. Una técnica habitual en otros lares para domeñar esas reacciones es la de la respuesta radical, populista. Lo que enconaría el conflicto Cataluña-España (o resto de) y dentro de Cataluña: liquidaría la unidad cívica del pueblo catalán. Un bien precioso siempre. Y en sociedades complejas y mestizas, aún más delicado.
El catalanismo. Los catalanismos —de izquierda y de derecha— de vocación mayoritaria nunca fueron independentistas (más de cinco minutos). Siempre persiguieron dos objetivos, arduos de conciliar: la autonomía de Cataluña y la participación en la dirección de España. “Cataluña ha de ir a la conquista de España”, proclamaba Enric Prat de la Riba. Apostemos por “la Catalunya gran en l’Espanya gran”, le secundaba Francesc Cambó. Lluís Companys se enfrentaba al alzamiento al lema de “Catalunya i la República dins lo cor de tots”. “Se nos asigna un papel de máquina de tren, no de maquinista”, se lamentaba Jordi Pujol. “Lo que es bueno para Barcelona, es bueno para Cataluña y bueno para España”, sintetizaba Pasqual Maragall. Ahora se aduce que la vía autonomista hacia esos fines está cegada. Lo estaría por culpa de la inquina conservadora al Estatuto (que incluyó un seudo referéndum); de la sentencia restrictiva del Constitucional; del excesivo déficit fiscal; de la asfixia recentralizadora a las competencias de las comunidades; de la cicatería en el reparto de la factura de la crisis económico-presupuestaria. Todo eso, en uno u otro grado, es cierto. Pero no predetermina que la solución sea la separación. Se alega que la cerrazón centralista es absoluta, que apenas hay algún federalista de ocasión más allá del Ebro (aunque, albricias, empiezan a proliferar). Por partes. ¿Acaso se olvida que esa misma España aprobó en las Cortes un Estatuto catalán avanzadísimo? Con recortes, sí, pero cuyo desmoche todos dicen lamentar, ¿o no? Pues no debía estar tan superado...
¿Es ya impracticable la vía autonómico federal? Las quejas por los retrocesos del actual Thermidor son razonables, pero si esa vía es impracticable a causa de la caverna, ¿acaso es más hacedero un camino aún más empinado? Quienes mezclan a todos y consideran que en España todos compiten en aversión a lo catalán, pueden renegar de la tradición catalanista y proyectar “nuevas ilusiones”. Pero su opción fracasó siempre. Quizá fuese más práctico no reincidir en el error. Sobre todo si al final del camino la independencia no es tal.
La economía. El último alimento de esas ilusiones independentistas está siendo el agravio financiero, el déficit fiscal —el saldo entre la contribución catalana a la Hacienda común y el flujo que recibe—, reputado excesivo. La Generalitat de Artur Mas ha nutrido la transmutación de la lógica queja crítica contra su exceso en una protesta por un supuesto“expolio”, eso tan cariñoso del “España nos roba” que pregonan los medios subvencionados.
¿Cómo la ha alimentado? Censurando la mitad de los seis cálculos de la balanza fiscal, para concluir que en 2009 el déficit catalán fue de 16.409 millones, un 8,4% de su PIB, según el método del “flujo monetario” con una de las correcciones posibles. Algo a todas luces desorbitado, por más solidario que uno pretenda ser. Con igual método pero con la corrección que olvida, sería solo de 12.216 millones, el 6,2%, como sabe el Parlamento catalán (2 de mayo, comparecencia de la profesora Maite Vilalta). La diferencia entre el 6,2% y el 8,4% es lo que permite catapultar verbalmente el exceso hacia un presunto “expolio”.
¿Exceso? Comparemos con las realidades federales más homogéneas de las que hay datos (Alemania no los da). La región más rica de Australia, la occidental, tiene un déficit del 3,93%; la de Bélgica, Flandes, del 4,4%; la de Canadá, Alberta, del 3,23%. Habrá que corregir el diferencial entre esas cifras y las nuestras, por supuesto. Pero por la vía menos traumática posible” (texto de Xavier Vidal-Folch, no El Pais, com a devida vénia)