“La Escuela 175 era el orgullo
del sistema educativo soviético. El colegio, situado en el propio Kremlin,
contaba con los más talentosos profesores y los más selectos alumnos: los hijos
de los más altos líderes de la Unión Soviética, incluido el sobrino de Stalin.
Pero ni siquiera los niños más privilegiados del país podían librarse de la
paranoia de su líder.
En el verano de 1943, 26
estudiantes de la escuela fueron encerrados en la prisión de Lubyanka, acusados
de planear matar a Stalin. La historia había pasado desapercibida entre los
historiadores hasta que Simon Sebag Montefiore, uno de los más conocidos
biógrafos del dictador, se topó con ella mientras investigaba sobre las
intrigas políticas del Kremlin durante la II Guerra Mundial. La trama, conocida
por la policía secreta como “El caso de los niños”, permanece oculta en los
archivos de la KGB, pero Sebag se las ha ingeniado para recrear la historia con
la ayuda de algunos de los supervivientes de la particular purga, que siguen
viviendo hoy en día.
La historia, que ha hecho
pública el escritor en el dominical británico The Sunday Times, ha inspirado a
Sebag para la redacción de su nueva novela de ficción One Night in Winter.
Dos disparos entre los muros
del Kremlin
Los niños de la Escuela 175
conocían bien las reglas. Todas sus familias habían pasado por la Gran Purga de
finales de los años 30. Muchos habían visto desaparecer a sus compañeros de
escuela y sus padres. Todos sabían qué rango ocupaban sus familias en el
complejo organigrama de la aristocracia soviética y eran conscientes de lo
fácil que resultaba para Stalin acabar con cualquier privilegio o hacer rodar
cualquier cabeza. En el Kremlin, quizás como en ningún otro lugar de la Unión
Soviética, Stalin inspiraba un terror descomunal.
En 1943, no obstante, el
ambiente había comenzado a relajarse. Después de la batalla de Stalingrado las
tornas de la guerra cambiaron: padres e hijos empezaron a pensar que la guerra
podía ganarse y que el terror estalinista pronto llegaría a su fin. Se
equivocaban, al menos en lo referente a los plazos.
Vladimir Shakurin, de 16 años,
era el hijo del ministro de industria aeronáutica, el político al mando de las
fábricas que construían los cazas y bombarderos, orgullo de la aviación
soviética. Era un chico fácilmente excitable y algo trastornado que estaba
locamente enamorado de su compañera Nina Umansky. Un día de julio Nina le
confesó a Vladimir que su familia iba a abandonar el Kremlin, ya que su padre
había sido nombrado embajador en México. Vladimir, consternado, le dijo: “No te
dejaré marchar”. Y se lo tomó al pie de la letra.
El día antes de la marcha de
Nina, Vladimir pidió a su amigo Vano Mikoyán –uno de los hijos de Anastás
Mikoyán, camarada de Lenin y, junto al ministro de asuntos exteriores
Vyacheslav Molotov, el único gran líder de los primeros años de la Unión
Soviética que había resistido a la Gran Purga de Stalin– que le prestara una
pistola. La familia Mikoyán era por entonces una de las más poderosas de la
Unión Soviética y estaba protegida día y noche por guardaespaldas de la NKVD
que eran casi parte de la familia.
Vano le pidió a uno de los
guardas que le dejara el arma y, tras salir de la escuela, cuando los niños
cruzaban un puente cercano a ésta, se la dio a Vladimir. Nada más recibirla,
salió corriendo en busca de Nina y, en el mismo puente, le pegó un tiro.
Después se suicidó.
“Quiero a todos en la cárcel”
El asesinato, cometido en
pleno Kremlin y delante de los hijos de los máximos líderes soviéticos,
conmocionó al Partido y, aunque sucedió en plena II Guerra Mundial, Stalin tomó
cartas en el asunto y ordenó al jefe de su policía secreta, Lavrenti Beria, que
lo investigara a fondo.
Aunque Beria no tenía nada de
santo –fue el responsable de la mayoría de arrestos y ejecuciones masivas
llevadas a cabo durante la Gran Purga–, trató de convencer a Stalin de que no
había nada sospechoso tras el asesinato: había sido un crimen pasional cometido
por un adolescente perturbado. Pero a Stalin las explicaciones no le
convencieron e insistió en que la NKVD averiguara de donde había sacado
Vladimir el arma. Por aquel entonces la paranoia de Stalin estaba en su punto
álgido. El dictador estaba convencido de que los jóvenes de la élite comunista
tenían oscuras intenciones, y estaba decidido a realizar una especie de purga
juvenil.
Los investigadores de Beria
pronto encontraron lo que estaban buscando. Vladimir guardaba un diario secreto
donde bromeaba sobre un gobierno formado por sus compañeros de clase al que
llamaba “Cuarto Imperio” y en el que los líderes tenían títulos alemanes como
gruppenführer o reichsführer. Era una chiquillada, y el propio Beria intento
convencer a Stalin de que no tenía nada de lo que preocuparse. Pero el cuaderno
era la excusa perfecta y, ni corto ni perezoso, el Secretario General mandó a
toda clase a la cárcel, aunque muchos de los niños ni siquiera conocían la
existencia del cuaderno de Vladimir, que bien pudo habérselo inventado todo él
solo.
Por orden de Stalin, la NKVD
trasladó a los 26 niños de la clase de Vladimir a la cárcel de Lubyanka. Como
era costumbre en la URSS por entonces, los acusados fueron arrestados sin dar
ningún aviso a sus familias. Los hijos de un buen puñado de líderes soviéticos
desaparecieron de la noche a la mañana, y nadie sabía por qué.
Sego Mikoyán explicó a Sebag
cómo su hermano Vano desapareció sin previo aviso. Sus padres llamaron a la
policía y a los hospitales, pero nadie sabía nada. Su padre trabajaba en el
mismo pasillo que Stalin, pero tuvo que llamar a Beria para que éste le
confesara que habían llevado a su hijo a Lubyanka y que, lo mejor, es que
mantuviera la boca cerrada. Al poco de desaparecer Vano, la NKVD vino también a
por Sergo, y se lo llevaron en pijama a la cárcel.
Mikoyán padre sabía bien que,
cualquier movimiento en falso, podía llevar a su familia por completo al
paredón, así que hizo como si no pasara nada. Siguió trabajando junto a Stalin
y no abrió la boca en ningún momento.
En la cárcel, los 26 niños
pasaron por interrogatorios diarios. Varias semanas después de su
encarcelamiento la NKVD informó a Stalin de que los niños eran inocentes, pero
el dictador se limitó a decir, “son culpables”, y los interrogatorios se
reanudaron de nuevo. Vano acabó confesando que había pedido prestada la pistola
a uno de los guardas de su padre. Entonces empezaron a preguntarle si planeaba
matar a Stalin y dar un golpe de estado. Los niños negaron todo y, en
diciembre, los interrogatorios finalizaron.
Seis meses después de que la
policía apresara a los Mikoyan, su madre logró acceder a la prisión y les
convenció para que firmaran una confesión, pues creía que era la única manera
de que la familia evitara las ejecuciones. Al llegar a casa su padre fue tajante:
“Si sois culpables os estrangularé con mis propias manos”.
Después de un tiempo los 26
niños fueron liberados de Lubyanka pero Stalin, no contento con los seis meses
de cárcel, mando al exilió a todos ellos. Durante un año los hijos de la élite
caídos en desgracia fueron enviados a Salinaban (hoy Dushanbe, la capital de
Tajikistan), en Asia Central.
Pese al castigo, los Mikoyan
lograron sobrevivir a la purga. Se sabe que en 1953 Stalin denunció al cabeza
de familia, pero pronto murió y se libró de la ejecución. Anastás Mikoyán fue
el único líder bolchevique de la primera hornada soviética que sobrevivió al
estalinismo. Fue un importante embajador de la URSS durante el gobierno de
Jrushchov y presidente del Politburó con Brézhnev. Murió en 1978. Sus hijos
Vano y Sergo nunca abandonaron la élite soviética y prosperaron dentro del
sistema, el primero como diseñador de aviones y el segundo como profesor de
historia. Fue una de las pocas familias del Partido que se libró de la ira de
Stalin. Por los pelos” (fonte: El Confidencial, com a devida vénia)