"Lo peor que le puede suceder a un político es perder su
credibilidad. El axioma sirve para cualquier profesión, incluida la
periodística. Pero en el caso de quienes se dedican a la función pública hay
una diferencia. Se puede malgastar la confianza en un determinado líder por
acción –algo comprensible– pero también por omisión.
Eso no ocurre, por ejemplo, con otras actividades. Nadie acusaría a un
arquitecto de haber levantado un edificio horroroso si no lleva su firma. Como
tampoco se puede culpar de una mala defensa a un letrado que no hubiera
participado en el juicio. Ni a un fontanero por una chapuza que no ha cometido.
Pero en el caso de los políticos sucede lo contrario. Los silencios son
cómplices, y ese es un lastre que deben llevar sobre sus espaldas.
Este es, en realidad, el problema de fondo de las elecciones al
Parlamento Europeo. Es verdad que la cámara de Estrasburgo tiene más
competencias legislativas que nunca. Pero su papel durante la mayor crisis
económica que ha sufrido Europa desde 1945 ha sido irrelevante. Algo que
explica su escasa credibilidad ante los ciudadanos. Y ya Hobbes dejó escrito,
como recordó el eurodiputado Sosa Wagner en uno de sus libros, que si una
realidad no se encara puede tener perturbadoras consecuencias. "Las
obligaciones del súbdito con el Estado duran lo que dura la capacidad de éste
para protegerle. Ni un minuto más", sugería el filósofo inglés.
Algunas encuestas prevén una participación que apenas llegará el 40%.
Sin duda, porque su espacio político ha sido pisoteado por eso que se llama la
troika. Hasta el punto de que hoy nadie identificaría las decisiones que se han
tomado en los últimos años en Bruselas con una posición del Parlamento Europeo.
El único parlamento del mundo que no representa la soberanía popular, toda vez
que continúa residiendo en los Estados miembro. De lo contrario, lo que sucede
en Cataluña sería una cuestión europea, y no lo es.
La causa es obvia. La Unión Europea –guste o no– está construida a
imagen y semejanza de los Estados, y, por lo tanto, son los gobiernos
nacionales -en este caso Alemania y el bloque centroeuropeo- quienes toman las
decisiones en su calidad de acreedores, por lo que el papel de la Eurocámara
tiende a ser marginal. Entre otras cosas porque quienes allí acuden -desde
luego en el caso español- lo hacen en listas cerradas y sin un perfil político
propio. De hecho, los candidatos suelen ser los descartes nacionales.
Es aterrador pensar qué hubiera sucedido con Europa si durante los años
más duros de la crisis –cuando el euro estaba al borde del precipicio– hubiera
que haber esperado a que el Parlamento Europeo tomara alguna decisión.
Afortunadamente, fueron las negociaciones entre Estados –independientemente de
la correlación de fuerzas– quienes sacaron las castañas del fuego.
La caspa política
Es por eso que Estrasburgo no interesa y en parte se nutre de la caspa
política (antisistema, euroescépticos o frikis) que circula por Europa. Basta
un ejemplo. Hace apenas un par de meses, el Pleno del Parlamento aprobó dos
informes sobre el papel de la troika en la crisis del euro. Una de sus
conclusiones –presentada por el eurodiputado socialista Alejandro Cercas– era
obvia, pero no menos terrible: “Las medidas impuestas por el BCE, el FMI y la
Comisión Europea han aumentado el desempleo y la pobreza, además de haber
puesto en peligro los objetivos sociales de la UE al implementarse rápidamente
y sin evaluar su posible impacto en los grupos sociales más vulnerables”.
¿Ha sucedido algo después de tan duro juicio? No. Simplemente, porque
ese tipo de informes son un brindis al sol por una razón evidente. El
Parlamento Europeo –pese a los avances– continúa sin ser un parlamento. De
hecho, es inimaginable que el Gobierno de cualquier país pudiera sacar adelante
un paquete de reformas o de recortes sin el apoyo expreso y formal de la cámara
legislativa.
Los gobiernos lo saben mejor que nadie. Y por eso la Eurocámara europea
sólo preocupa cuando hay que convocar elecciones o hay que hacer frente a algún
escándalo sobre las retribuciones de sus señorías. Es lo que sucede cuando se
diseña una democracia escasamente participativa en la que determinadas élites
políticas con apariencia de tecnócratas toman las decisiones.
Para el Gobierno español, incluso, es una especie de engorro que en
mitad de la legislatura –"cuando todo va tan maravillosamente bien",
que diría Arias Cañete– haya que convocar unas elecciones en las que el PP
tiene más que perder que ganar. Algo que explica la estrategia de
desmovilización diseñada por Rajoy y su mediocre equipo de campaña. Con razón
Simone Weil decía hace muchos años que cualquier poder, independientemente del
partido que lo ejerza, es siempre y sustancialmente conservador y por lo tanto
intentará frenar las demandas del pueblo, siempre favorable a cambiar el statu
quo.
Ahora, por lo tanto, se trata de pasar de puntillas y hablar poco o nada
de Europa no vaya a ser que los ciudadanos se acuerden de los recortes. Y ni
que decir tiene, como sostenía hace pocas semanas el economista Jean
Pisani-Ferry, que cuando los partidos mayoritarios huyen de la realidad con
mensajes melifluos quienes ocupan su lugar son pequeños partidos mesiánicos que
canalizan la ira y el descontento social. Plenamente justificado al haberse
creado una Europa que se divide hoy entre acreedores y deudores. La deuda
pública de los países del sur de Europa (con el triple del paro) es hoy 50
puntos de PIB superior a la de los países del norte, que son quienes compran
las emisiones de los tesoros nacionales con dinero del BCE.
A favor del Gobierno, en todo caso, juega que la memoria política es muy
corta y es probable que dentro de pocas semanas ya nadie se acuerde de que el
25-M hubo elecciones Como muy pocos se acuerdan de que un personaje como
Ruiz-Mateos llegó a sacar en 1989 nada menos que 608.560 votos y dos escaños,
lo que revela el significado real que tiene para muchos ciudadanos la Eurocámara.
Pese a lo que pueda parecer, el hecho de que el Parlamento Europeo sea
poco relevante en términos políticos –más allá del ruido mediático– no es ni
bueno ni malo. Es coherente con el modelo de construcción de Europa, cuyo
edificio se ha levantado sobre unos pilares tan sólidos como son los propios
estados europeos. Y así seguirá siendo durante mucho tiempo.
Un error histórico
Europa es y será una suma de naciones-estados con su propia
idiosincrasia. Y el mayor error histórico que puede cometer es avanzar de forma
suicida en la construcción europea. Si algo ha enseñado la crisis del euro es
que los saltos en el vacío son extremadamente peligrosos. Y avanzar en la unión
monetaria si contar con un entramado institucional adecuado fue un error demasiado
grande al que Europa ha tenido que enfrentarse.
Es preferible caminar hacia un modelo federal en el que cada país
defiende sus intereses –la esencia del Estado federal es la cooperación y la
lealtad institucional– que avanzar de forma temeraria en la construcción de
superestructuras burocráticas que sólo retrasan, y en muchas ocasiones
entorpecen, la toma de decisiones. Entre otras razones porque el propio Tratado
de la UE reconoce de forma expresa el principio de subsidiariedad, que insta a
tomar las decisiones en la instancia política que resulte más eficaz. Y querer
convertir a la Eurocámara en un verdadero parlamento sería la mejor forma de
alejar a los ciudadanos de la cosa pública.
El historiador Philip Jenkins tiene una tesis sugerente y ajustada a la
realidad. En EEUU, las tentaciones secesionistas (en el caso de Europa la
salida del euro) se sofocaron con flexibilidad política. Y fue esta
flexibilidad lo que permitió acometer complejos procesos de integración de
estados muy diferentes en un vasto territorio sin que se hayan producido
grandes conatos de autodeterminación (salvo en la guerra civil). Es decir, se
necesitan ideologías flexibles que un parlamento centralizado y con grandes
poderes no está hoy en condiciones de asegurar.
Son, por lo tanto, los gobiernos (legitimados por los parlamentos
nacionales) los que toman las decisiones, y no puede ser de otra manera porque
la soberanía nacional sigue residiendo en cada Estado miembro por muchas
competencias que se hayan transferido.
La Comisión Europea -guste o no- tiene todavía poderes muy limitados,
mientras que el presidente del Consejo Europeo no es más que un portavoz
cualificado de los gobiernos nacionales. ¿O es que alguien es capaz de
identificar las posiciones ideológicas de Barroso o Van Rompuy?
Asuntos como las legislaciones laborales, la presión fiscal o la
política de pensiones –los asuntos que más preocupan a los ciudadanos– son
competencias nacionales, aunque la UE pueda sugerir (incluso con amenazas) en
qué dirección deben caminar las reformas. Y esa es una restricción demasiado
fuerte que explica el escaso interés por el Europarlamento, aunque por primera
vez su composición vaya a determinar la presidencia del Consejo y la Comisión.
Es por eso que suena verdaderamente jocoso que se siga planteando el
debate electoral en torno a dos figuras -Juncker y Schulz- que se presentan
como antagonistas. Cuando es indudable (afortunadamente) que la UE se ha
construido ladrillo a ladrillo sobre un pacto estratégico entre los partidos
conservadores y liberales, de un lado, y la socialdemocracia, de otro. Y así
seguirá siendo durante mucho tiempo si el bipartidismo asimétrico -que tan
buenos frutos ha dado en los últimos 60 años en Europa- no se rompe por la
eclosión del desencanto y la falta de respuesta a los problemas reales.
Desgraciadamente, ausentes en la campaña de Arias Cañete, una verdadera
calamidad" (texto do El Confidencial com a devida vénia)